De paso

La precariedad, la fragilidad, de la vida humana, ha sido uno de los temas que más ha pesado sobre el pensamiento humano. De siempre, el ser humano se ha cuestionado sobre la caducidad de su existencia, sobre qué hay más allá, y qué sentido tienen el sufrimiento o el dolor si, al fin y al cabo, esto se termina y ni siquiera hay capacidad de predecir con certeza cuándo, cómo ni dónde.Y no se trata de ponernos tétricos ni fúnebres. Pero, el pasado sábado, me encontré con un buen amigo que, sin que mediara mucha conversación, me confesó que recién le habían diagnosticado un cáncer. Me lo dijo con tanta naturalidad que, ante la sorpresa, no fui capaz de preguntarle dónde se había alojado, en qué parte de su cuerpo, semejante “huésped”, ni cuál era el pronóstico. No me cabe duda que la fe sólida y robusta que profesa, le ha hecho reaccionar con tanta serenidad ante semejante coyuntura.A mí me resulta inevitable, ante tal anuncio, reflexionar sobre ese estar de paso por este mundo que tanto nos cuesta entender y aceptar, y de cómo podemos convertir la existencia en un campo de batalla, en una permanente fuente de contrariedades y pesares, para nosotros mismos y para los que nos rodea, en vez de hacer de ella un terreno en el que cultivemos la paz, la alegría, la convivencia armónica, la bondad, la belleza, el servicio a los demás.Lo he dicho en más de una ocasión en este mismo espacio: debemos tener la sana preocupación de dejar una huella positiva en este mundo. Debemos intentar que, por lo menos, se nos recuerde bien: como hombres y mujeres que no hicimos mal a nadie intencionalmente, que no difundimos amargura, que de nuestros labios salieron elogios y no insultos, que nuestra presencia en los distintos ambientes en los que nos tocó desenvolvernos produjo alegría y no fastidio.Algo que la enfermedad nos recuerda, y eso es bueno, es que aquí no somos permanentes, y, por lo tanto, tampoco indispensables. Y cuando recordamos ese hecho incontrastable debemos hacer un ejercicio de humildad y concluir que antes que naciéramos no hacíamos falta y que cuando nos muramos tampoco lo haremos. Claro, al principio nos echarán de menos, provocaremos alguna lágrima, pero, con el paso de los días, de los años, acabaremos en el almacén de los recuerdos, que ojalá sean buenos. Esto último depende de cada uno.

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La precariedad, la fragilidad, de la vida humana, ha sido uno de los temas que más ha pesado sobre el pensamiento humano. De siempre, el ser humano se ha cuestionado sobre la caducidad de su existencia, sobre qué hay más allá, y qué sentido tienen el sufrimiento o el dolor si, al fin y al cabo, esto se termina y ni siquiera hay capacidad de predecir con certeza cuándo, cómo ni dónde. Y no se trata de ponernos tétricos ni fúnebres.

Pero, el pasado sábado, me encontré con un buen amigo que, sin que mediara mucha conversación, me confesó que recién le habían diagnosticado un cáncer. Me lo dijo con tanta naturalidad que, ante la sorpresa, no fui capaz de preguntarle dónde se había alojado, en qué parte de su cuerpo, semejante “huésped”, ni cuál era el pronóstico. N o me cabe duda que la fe sólida y robusta que profesa, le ha hecho reaccionar con tanta serenidad ante semejante coyuntura.



A mí me resulta inevitable, ante tal anuncio, reflexionar sobre ese estar de paso por este mundo que tanto nos cuesta entender y aceptar, y de cómo podemos convertir la existencia en un campo de batalla, en una permanente fuente de contrariedades y pesares, para nosotros mismos y para los que nos rodea, en vez de hacer de ella un terreno en el que cultivemos la paz, la alegría, la convivencia armónica, la bondad, la belleza, el servicio a los demás. Lo he dicho en más de una ocasión en este mismo espacio: debemos tener la sana preocupación de dejar una huella positiva en este mundo. Debemos intentar que, por lo menos, se nos recuerde bien: como hombres y mujeres que no hicimos mal a nadie intencionalmente, que no difundimos amargura, que de nuestros labios salieron elogios y no insultos, que nuestra presencia en los distintos ambientes en los que nos tocó desenvolvernos produjo alegría y no fastidio.

Algo que la enfermedad nos recuerda, y eso es bueno, es que aquí no somos permanentes, y, por lo tanto, tampoco indispensables. Y cuando recordamos ese hecho incontrastable debemos hacer un ejercicio de humildad y concluir que antes que naciéramos no hacíamos falta y que cuando nos muramos tampoco lo haremos. Claro, al principio nos echarán de menos, provocaremos alguna lágrima, pero, con el paso de los días, de los años, acabaremos en el almacén de los recuerdos, que ojalá sean buenos.

Esto último depende de cada uno..